sábado, septiembre 23, 2006

Fragmentos del 601 al 620

Creo que prescindiría antes del pan y el agua que de la tristeza. Es para mí una necesidad, ¿como diría?..., sobrenatural.

601 (Pág. 76 – 4)

Hay noches en blanco que ni el más capaz de los torturadores podría imaginar. Se sale de ellas hecho polvo, alucinado, estúpido, sin recuerdos ni presentimientos, sin saber quién eres. Y entonces hasta la luz parece tan inútil como perniciosa, peor incluso que la noche.

602 (Pág. 76 – 5)

2 de septiembre. A las 4 de la madrugada.
Imposible dormir.. Todo me sienta mal. ¡Mi cuerpo! Acabo de salir de la terraza: me parece que es la primera vez que contemplo de ese modo las estrellas, sin nostalgia ni esperanza alguna. Sensación absoluta de no querer pensar, por miedo sin duda a reflexionar sobre el drama que viven mis huesos, prestos seguramente a romperse para siempre con el nuevo día.

603 (Pág. 76 – 6)

5 de septiembre. Despertar alocado, sensación de envenenamiento repentino. He salido a la calle; imposible mirar a los demás a los ojos: en la farmacia, no he podido evitar un comentario hiriente para el vendedor. Un furor desesperado e inútil, desencadenado contra todo el mundo. Sensación de que tengo veneno en las venas, de haber llegado más lejos aún que no se qué demonio.
Para poder dominarme necesitaría unos cuantos siglos de educación inglesa; pero vengo de un país en el que se aúlla a los entierros...

604 (Pág. 76 – 7)

En las montañas de Santander, en medio de un paisaje soberbio, las vacas con su aire triste, al decir de mi amigo Nuñez Morante:
- ¿Y porqué están así?, -le dije yo-. Tienen todo aquello con lo que yo sueño: el silencio, el cielo...
- Tienen tristeza de ser, por ser [en español, en el original] -me respondió él-.

605 (Pág. 77 – 1)

Fue él [Nuñez Morante] quien me dijo el otro día una cosa que bien podría ser verdad: “El obrero no quiere mejorar su condición, lo que quiere es mandar”.

606 (Pág. 77 – 2)

En las montañas de Santander igualmente, una aldea perdida. En el bar, algunos pastores se animan a cantar. En la Europa occidental, España es el último país que aún tiene alma.
Todas las hazañas y desengaños de España han pasado a sus canciones. Su secreto: la nostalgia como saber, la ciencia de la añoranza.

607 (Pág. 77 – 3)

Querría encontrar algo que me reconciliase con la vida, pero sé que la solución está fuera de ella, por encima o por debajo. Aquí abajo es donde todas las esperanzas enferman y son abolidas, donde ninguna posibilidad de respuesta se dibuja, y donde la interrogación sería perniciosa si no fuera vana.

608 (Pág. 77 – 4)

Un periodista inglés me telefoneó el otro día para preguntarme mi opinión sobre Dios y el siglo XX. Estaba preparándome justamente para salir y así se lo dije, tras añadir que no me encontraba en ese momento en disposición de discutir un problema tan extravagante. Cuando más tiempo pasa, más se degradan ciertos problemas y toman el aspecto de la época.

609 (Pág. 77 – 5)

No puedo interesarme apasionadamente más que ante Dios y ante lo infinitamente mezquino. Lo que hay entre ambos, los asuntos serios, se me antojan improbables e inútiles.

610 (Pág. 77 – 6)

Chejov..., el escritor más desesperado que jamás haya existido. Durante la guerra presté sus libros a Picky P., a la sazón gravemente enfermo, que me suplicó que dejara de llevárselos, porque con sólo leerlos perdía el coraje para resistir sus males.
Mi Breviario de podredumbre no es otra cosa que el mundo de Chejov degradado a la categoría de ensayo.

611 (Pág. 77 – 7)

Siempre he estado, en lo que llevo vivido, enamorado del mal tiempo. Las nubes me tranquilizan; cuando, al levantarme, las veo pasar desde mi cama me siento con fuerzas para afrontar la jornada. Nunca he podido acostumbrarme al sol; carezco de la suficiente luz en mi interior como para poder llegar a un acuerdo con él. No hace otra cosa que despertarme, que remover mis tinieblas. Diez días soleados me ponen en un estado cercano a la locura.

612 (Pág. 77 – 8) (Pág. 78 – 1)


Todo hombre quiere ser otro que no es. En mi juventud me soñé hombre de acción, después filósofo... Me siento delirar por el acto, y desesperar por el pensamiento. ¿A qué me inclino? A mirar y aburrirme, a esperar el estallido de las horas.

613 (Pág. 78 – 2)

Viví durante quince años en la buhardilla de un hotel, similar a la que ahora ocupo en un “apartamento”. Siempre he vivido bajo el tejado. Soy el hombre del último piso, el tío de las goteras.

614 (Pág. 78 – 3)

El “civilizado” muere cuando se deja fascinar por el bárbaro. Es entonces cuando empieza a esperar de lo que le niega, definitivamente seducido por la venida del otro.
Salvien, en el siglo V, no encontró más que virtudes entre los Godos.

615 (Pág. 78 – 4)

Esas épocas en que el civilizado y el bárbaro se miraban a la cara, ante la última “explicación”.

616 (Pág. 78 – 5)

Cenar fuera de casa, ¡vaya un despilfarro! Al día siguiente, imposible trabajar. Buscar el eco de las palabras que hemos cruzado o entendido, volver a masticar durante toda la jornada los temas de una conversación frenética e inútil. Así nace la costumbre de saltar de un tema a otro, esa mancilla para el espíritu.

617 (Pág. 78 – 6)

Todo me invita a abandonar la partida, pero no quiero, me he empeñado.

618 (Pág. 78 – 7)

Una piedad delirante: puedo imaginarme hasta los sufrimientos de un mineral.

619 (Pág. 78 – 8)

Si todo sigue, es porque los hombre no tienen ni el coraje de desesperar.

620 (Pág. 78 – 9)

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