viernes, agosto 11, 2006

Fragmentos del 501 al 520

Esa sensación de llevar diez mil años de retraso (o de adelanto) sobre los demás, de corresponder a los comienzos o al final de la humanidad, de no pertenecer uno más que a alguno de los dos extremos de la historia.

501 (Pág. 65 – 6)

Siento la voluptuosidad del trazo. Es lo que tanto me atrae del siglo XVIII.

502 (Pág. 65 – 7)

Dios, “our old neighbour”, como le llama Emily Dickinson.

503 (Pág. 65 – 8)

Vacilo.

504 (Pág. 65 – 9)

Sé a qué se debe mi inaptitud para la sensatez; son esas ganas de proclamar, esos discursos muertos que pronuncio ante muchedumbres imaginarias, esos accesos de megalomanía que ya envenenaron mi juventud y cuyo penoso retorno sufro a cada instante de exaltación o de fatiga. Un veleidoso del escepticismo, un mirón de la sensatez. Y un frenético que vive en la interminable poesía del fracaso.

505 (Pág. 65 – 10)

Spinoza tiene razón al sostener que la alegría es un paso hacia una perfección mayor. Porque es un triunfo sobre las fuerzas del mundo, sobre el destino..., un golpe a lo irreparable.

506 (Pág. 65 – 11)

Hace veintitrés años (en 1937) escribí todo un libro acerca de las lágrimas. Y después, sin derramar una sola, no he dejado de llorar.

507 (Pág. 65 – 12)

Relatos de los contemporáneos de Goethe. Los leí con placer, empecé a interesarme por ellos gracias a ese espíritu por el que nunca mostré el menor interés. Nadie puede interesarse por Goethe después de los cincuenta.

509 (Pág. 66 – 1)

Poner el lamento en el concepto.

510 (Pág. 66 – 2)

Siempre la sensación de frustración: “no es eso, no es eso...”, me digo a cada momento.

511 (Pág. 66 – 3)

He conocido hasta la saciedad el drama religioso del incrédulo. La nulidad del aquí y la inexistencia de otra parte..., aplastada por dos certezas.

512 (Pág. 66 – 4)

Yeats... (tras Emily Dickinson, ¿podía creer que me iba a gustar otro poeta?).
Nadie me recuerda tanto a Shelley como él. ¡Y yo que pensaba que mi entusiasmo por la poesía estaba irremediablemente acabado!

513 (Pág. 66 – 5)

Tener de repente la percepción exacta del caos original, al amparo de un extraño desarreglo de la memoria. Todo lo que en mí es materia se concentra de golpe en su primer recuerdo.

514 (Pág. 66 – 6)

Para olvidar las tristezas y apartarse de las obsesiones fúnebres no hay nada como el trabajo manual. A ello me he dedicado durante algunos meses, en plan chapuzas, con el mayor provecho. Hay que cansar el cuerpo a fin de que el espíritu no tenga de dónde sacar la energía necesaria para ejercitarse, divagar o profundizar.

515 (Pág. 66 – 7)

La de días enteros en los que debo luchar contra esta niebla que desciende sobre mi cabeza... El clima desértico es el único que conviene a mi naturaleza. Y no sólo el clima, todo el desierto me llama, me fascina, me es necesario. Sin embargo, me arrastro por las ciudades, me ahogo entre miles de calles, frecuento a los humanos.
Sólo valgo en la medida en que no me adhiero al mundo.

516 (Pág. 66 – 8)

La verdadera poesía comienza más allá de la poesía; así como también de la filosofía, y de todo.

517 (Pág. 66 – 9)

La adinamia, por usar la jerga psiquiátrica, es mi estado natural (y contra la que no dejo de encabritarme). Adinamia relativa, muy afortunadamente, pues si fuera completa ¿de dónde sacaría yo fuerzas para pelear contra mí mismo?

[Adinamia, debilidad del organismo, apatía, flojera, indolencia...]

518 (Pág. 66 – 10)

¡Cuánto lamento vivir en una época en la que la palabra “desesperanza” es desaprovechada y donde servirla es comprometerse!

519 (Pág. 67 – 1)

Todo hombre lúcido que soporta la vida hasta el final prueba que dispone de una fuerte dosis de santidad de la que no puede, de la que no sabría ser consciente. Es una ventaja, un secreto heroísmo... que le humillaría si lograra adivinar su presencia.

520 (Pág. 67 – 2)

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